—La culpa de todo la tiene el zorrino por ser tan oloroso —dijo el mosquito, oculto entre los pétalos de una margarita.

—¡Avisá, chupasangre! —retrucó la zorrina, que se dio por aludida a pesar de que el díptero no había usado el pronombre inclusivo—. Gritás porque te escondés. ¡Vení! ¡A ver… vení!

—¡La pueden terminar, que así no llegaremos a nada! —intentó pacificar la lechuza más vieja del humedal—. Nos reunimos aquí por algo, ¿no? Pues seamos serios y comencemos a debatir, que sin diálogo y compromiso nada se soluciona.

Sapos, lagartijas, ranas, luciérnagas, ñandúes, patos, zorrinos, zorros, loros, cotorras, colibríes, moscas, mosquitos, arañas, mariposas, hormigas… y muchos más se hallaban reunidos debajo de un generoso sauce, en gran asamblea. La idea era tratar de encontrarle la vuelta, una vuelta pacífica por supuesto, a la noticia que corría dentro y fuera del espacio natural.

Es que una de las abejas, al acercarse hasta uno de los jardines de las enormes casas recientemente construidas, había escuchado algo terrible, espantoso. Al rato, los zumbidos de sus parientes confirmaron la noticia y los pajaritos, como siempre, se encargaron de contarlo: los humanos hablaban de exterminar a los carpinchos.

Múltiples ojos de diversos tamaños y formas y colores se posaron en los aludidos que, parados junto al tronco, bajaron la mirada. Se habían apretujado, como si fuera necesario confirmar que juntos podían ser más fuertes. Mamá Carpincho no lograba siquiera enjugarse las lágrimas porque con una pata se aferraba a su marido y con la otra sostenía a sus pequeños, que temblaban a más no poder. Todos se habían estremecido al oír la palabra exterminar. Sabían que los humanos son especialistas en eso.

—¿Y… podremos hacer algo? —temblequeó en un susurro la voz de abuela Carpincho.

La tortuga estiró el cuello, balanceó su cabeza, miró a un lado y al otro. En el momento en que abrió la boca el silencio fue gigantesco. Hasta la brisa se paralizó para escuchar.

—Tenemos derechos. Nosotros llegamos antes. Nuestras raíces son antiquísimas —dijo.

—¡Eso, eso, eso…! —asintieron varios.

—¿Qué es antiquísima, má? —preguntó el coaticito.

—De hace muchísimo, de antes de Colón. Shhhh… después te explico bien —le respondió su mamá.

—No se asusten —volvió a intervenir la lechuza, que se dirigió ahora a la familia de carpinchos—. ¡No va a ser fácil eso de “exterminar”! ¡Por suerte algunos humanos evolucionaron y hoy muchas asociaciones protegen a los animales!

—Je… —se rio por lo bajo el zorro.

—Nosotros no hacemos daño a nadie. Solo nos acercamos a las casas para buscar qué comer porque ya nos talaron todo —lloriqueó abuela Carpincho.

—Je… —soltó el zorro, de nuevo.

—¿Y cómo los van a liquidar? ¿Eh? ¿Cómo? ¿Van a poner trampas? ¿Venenos? ¡Nos van a desaparecer a todas! —se impacientó una vaquita de San Antonio que estaba parada sobre la oreja de un gato.

Papá Carpincho abrió la boca por primera vez. Ronca y temblorosa, salió la voz:

—Capaz contratan a un cazador de esos con armas. Por unos pocos pesos en dos días nos liquidan. ¿Quién se va a enterar? ¿Quién? Para colmo son barrios privados…

Mamá Carpincho apretó más a sus hijos, que tiritaban a pesar del calor.

—¿Y un cuento? —propuso la tortuga.

—¿Un cuento? ¿Para qué puede servir? —preguntó la cotorra.

—¡Cómo para qué! ¡Para que sepan cómo nos sentimos! —respondieron varios.

—Todos saben que los cuentos son de mentira —opinó una oruga.

—Pero lo que sentimos es verdadero —aseguró el colibrí.

—Hoy escuché que ninguna ficción es inocente —afirmó con entusiasmo uno de los perros que frecuentaba las casonas.

—Es verdad. Los cuentos son de mentira pero muestran verdades —afirmó la lechuza.

—Nosotros no escribimos —se lamentó el sapo.

—Los humanos, sí —intervino de nuevo el perro, a la vez que movía la cola.

—¡Es verdad! —se entusiasmó la lagartija—. ¡El asunto es a quién se lo pedimos y cómo!

—¡Ya sé! —se apasionó el gato—. Escuché que unos autores andan ocupados en una especie de mundial de escritura. ¿Y saben lo mejor? ¡Parece que la consigna de hoy es escribir sobre una noticia!

—¡Cierra redondo! —dijo el bicho bolita.

—¡Noticia sí que somos! ¡Hasta memes tenemos! —por primera vez en el día, sonrió un poco el carpincho adolescente.

—¡Falta que alguien escriba, nada más! —se animó a opinar abuelo Carpincho.

La tortuga volvió a mover su pequeña cabeza. En sus ojos, además de sabiduría, había ahora un brillo de esperanza. El silencio, de nuevo, fue inmediato.

—Alguien lo hará, van a ver —dijo. Y agregó: —Alguien que en este momento seguro se acerca al punto final. Ese que nunca es final del todo, por suerte. Porque vendrán lectores que en una de esas, ayudan a ver las cosas de otra manera.

—Mientras, les voy a contar el cuento del sapo que viajó en camalote desde el bosque chaqueño hasta Buenos Aires —propuso el sapo más viejo.

—¿Y llegó? —preguntaron varios.

—No solo llegó sino que también volvió. Y pudo contar lo que había visto. Eso es lo que les voy a contar ahora.

Animales grandes, medianos y pequeños; algunos con pelos, otros con plumas, escamas o caparazón; con patas o sin ellas, se acomodaron alrededor de la voz. Es que ninguno, ni siquiera los carpinchos, se quisieron perder el cuento.