Este cuento recibió el primer premio (septiembre de 2015) en el IV Certamen Literario Distrital que organiza la comisión de festejos de la localidad de Saavedra.

Octubre era una fiesta porque la ermita llenaba nuestra casa de parientes y colchones en el piso. Unos días antes mamá empezaba a cocinar. Los aromas serpenteaban en la cocina y se escabullían hacia la vereda: matambres, relleno de empanadas,  rivilcugs, alfajores de maicena… Es que después no había tiempo, después venían los abrazos, las charlas, las carcajadas.

―¡Abuela Ana! Contame otra vez la historia de la Virgen que enhebraba la aguja.

―¡Abuela! Cantame la canción de la barca y el marinero que cayó al agua.

Ella vivía en el campo y  su hijo menor ―Pedrito, el tío soltero que conservaba el diminutivo a pesar de los años― era su chofer ineludible.

La abuela era tan alemana como devota; aunque quizá fue porque nosotros vivíamos en Saavedra que la procesión a la ermita se había convertido en obligatoria. Llegaban unos días antes del fin de semana, con la camioneta cargada de campo. Entonces papá sonreía ―sin disimulo― a la panceta, al chorizo casero, a la morcilla.

―¿Le puedo llevar un chorizo a la señora Ketty, papá?

Mi maestra (entonces no le decíamos seño) se había encargado de hacerme saber cuánto le gustaban.

―Bueno, ¡pero envolvélo un poco! ¡No lo vas a meter así en la cartera!

No eran épocas de mochilas, tampoco. Yo usaba una especie de maletín de cuero gastadísimo, de esos con bolsillos. Era “la cartera de la escuela”.

Envolví un chorizo en cualquier papel y así se lo di a mi maestra. Para qué. Primero se quedó paralizada. Yo no sabía si esa quietud era de asombro o emoción. De inmediato sentí que me trituraba con los ojos. Y enseguida llegaron los gritos:

―¡Papel diario! ¡Envolver los chorizos con papel diario es un pecado!

Sentí que la vergüenza me estallaría en la cara.

Ella metió el chorizo en una bolsa y lo guardó en su portafolios; hizo un bollo con el diario y lo arrojó al cesto, mascullando. Después se puso a explicar sobre el veneno de la tinta y la contaminación de los alimentos.

No dije nada en casa. Decidí pensar en la procesión, la fiesta del domingo, los kiviklds que cocinaba mi abuela. Y sobre todo en que llegaba el sábado y junto con él, la tía Norma y el tío Juan, ¡y mis primos, lo mejor!

Esa noche mi tío me ayudó a repasar las tablas de multiplicar. Y después aprendí un truco de magia con servilletas y escarbadientes.

El sábado era como si el tiempo estacionara la felicidad adentro de la casa.

―¡Gracias a la Virgen! ―proclamaba la abuela.

Aquel domingo amaneció bien primavera. Nos acomodamos como pudimos, todos en la camioneta del tío Pedrito. Llegamos casi primeros.

―¡Tenemos que llegar temprano para ocupar un buen lugar! ― había dicho papá―. Porque si no al auto hay que dejarlo en la loma de la mier…

Mi mamá lo silenció con la mirada y la abuela se persignó. Yo tapé la risa. Empezamos a subir por el camino. Las piedras eran resbalosas y difíciles. A los chicos nos gustaba saltar por allí, era mucho más divertido. Nos acomodamos cerca de la escalera.

―Acá vamos a escuchar todas las misas, mamá, quédese tranquila ―anunció el tío, tratando de “Usted” a la abuela. Con la ayuda de mi mami, ella dobló una frazada sobre una piedra chata y allí se acomodó.  Muy rápido empezó a llenarse de gente. Mientras: las tortas fritas, el mate, la chocolatada…

―¡Allá viene la Virgen! ―anunció la voz y vimos a los gauchos y una multitud detrás; y cada vez más gente y más.

Me asusté ―como otras veces― porque había oído de apariciones a unos niños y de señales en el cielo.

―¿Quién es la virgen? ―preguntó mi prima la Normita, que como era la más chica no entendía.

―Es una señora muy santa que es la madre de Dios ―le expliqué―. Yo sí que sabía muchas cosas porque había tomado la comunión el año anterior.

―¡Recen! Si rezan van a ir al Cielo y allí podrán verlos ―aseguró la abuela.

―¿Verlos? ―no estaba segura de querer verlos. Miré hacia arriba en busca de alguna señal pero por suerte el cielo seguía azul turquesa.

―¿Y ahora se bajan? ―preguntó la Normita.

―No.

―¿Pero a quién traen entonces?

A esta altura los grandes seguían hablando entre ellos, de cualquier cosa.

―¡Los niños que ya tomaron la comunión tienen que confesarse! ―sentenció de pronto mi abuela y señaló una hilera de gente. Miré bien. El principio de la fila era un muchacho arrodillado, las manos en oración. Le hablaba al sacerdote sentado. Yo me había confesado una sola vez y no había sido así en directo sino detrás de una ventana de hierro con agujeros.

―No me gusta,  abuela.

―¡Que no me gusta! Es un sacramento de la Iglesia, ¡hay que confesarse!

No me quedó otra que seguir la fila. Yo repasaba mis pecados para no trabarme frente al cura: “falté a misa, no le hice caso a mi mamá, no le presté la goma a la Graciela y le dije tonta… falté a misa, no le hice caso a mi m…”

En la fila descubrí a más de una chica compañera de comunión; se ve que a varias nos habían mandado. Cuando ya faltaba poco para mi turno, sentí palpitaciones. Hubiera vendido mi alma por salir de ese momento, creo.

El cura, sentado sobre una especie de sillón,  parecía a punto de dormirse. Las mangas blancas, inmaculadas y amplias, descansaban sobre la parte de la sotana que cubría sus piernas. Le miré el pelo virulana porque no me animé a mirarle los ojos. Yo quería comprobar que estaba despierto. Un movimiento de su mejilla me hizo pensar que mascaba chicle; o quizá disolvía un caramelo o una pastilla. Me arrodillé. El “Ave María Purísima”, adormecido, descubrió que la pastilla era de menta. Al “dime tus pecados” largué lo que había estudiado de memoria en la fila: “falté a misa, no le hice caso a mi mamá, no le presté la goma a la Graciela y le dije tonta…”

―Ya está ―pensé―. Ahora me dice la penitencia y puedo ser feliz de nuevo.

Pero no. El cura tenía ganas de ayudarme a recordar.

―¿Nada, nada más? ―insistió. En su voz había algo bueno.

Entonces pensé en la Virgen, tan Santa; y en mi abuela y sus historias de la barca y el diablo. Tragué saliva ―nunca había sentido tan seca la garganta― y lo dije:

―Envolví el chorizo con papel de diario.

El padre se atragantó. Empezó a toser. ¿O se reía? Se retorcía. Vinieron otros sacerdotes a auxiliarlo, le movían los brazos.

Me fui. De pronto me sentí llena de diablo.

―¿Por qué llorás? ―me preguntó la Normita y enseguida, sin que yo alcanzara a responder agregó, señalando el cielo:

―¡Mirááá!

Había una nube ahora, delante del sol. Tenía la misma forma que la Virgen: triángulo y luz  y los brazos abiertos. Achiné los ojos y usé mi mano de “visera” para mirarla bien.

Y entonces sucedió. Fue un instante y sin embargo, estoy segura.

Ella me sonrió.

Nunca, nunca lo dije.

Pero volví a ser feliz, de nuevo.